miércoles, 30 de diciembre de 2020

La culpa la tuvo el gato

“No es cierto que tengan siete vidas los gatos, ni que cruzarse con uno negro traiga mala suerte. Vivimos rodeados de falsas creencias y absurdas supersticiones”. Así de categórica hablaba la tía Luisa que estudiaba para veterinaria. 

Una tarde nos cruzamos con un gato negro precioso. Al volverme para verlo de nuevo, choqué contra una escalera desestabilizando al apuesto pintor que trabajaba sobre ella, y cuya brocha acabó encajada en el generoso escote de mi tía. Aquella imprevista pincelada le llegó al corazón y la cosa acabó en boda. 

Se separaron al poco tiempo. Más vale que la culpa se la echaron al gato. 

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Escrito por Juana Mª Igarreta

domingo, 20 de diciembre de 2020

El viejo magnolio

La casa de Lucía está situada en un sitio envidiable, así lo comentan siempre sus amigas. El ventanal del salón da a la calle principal de la ciudad, donde bulle la vida desde las primeras horas del día. Sin embargo, su mirador preferido está en la parte trasera del edificio: una pequeña terraza que asoma a una recoleta plaza presidida por un majestuoso magnolio. El ejemplar supera con creces los setenta años de ella. Sentada en su mecedora de mimbre, que exhala gemidos con cada balanceo, posa a menudo sus ojos en el viejo árbol, al tiempo que siente reverdecer sus recuerdos. Qué acertado estuvo su ya fallecido Francisco construyendo ese firme alcorque para proteger la base del tronco y sus raíces. Desde entonces, por fuerte que sea la tormenta y el viento huracanado agite inclemente la frondosa copa del magnolio, no hay riesgo de que la tierra que lo sustenta se remueva en demasía. Esa tierra en la que los pies de Mateo, el gemelo de su marido, tantas veces dejaron huella. Dos hermanos idénticos hasta en el gusto por las mujeres.


Foto: Juana Mª Igarreta



Escrito por Juana Mª Igarreta para ENTC - Propuesta: Paisajes y escenarios

sábado, 28 de noviembre de 2020

Cazador de sombras

Llevaba tiempo tras su rastro y aquel atardecer otoñal la encontró en un claro del bosque. Como una consumada bailarina de ballet, ejecutaba sus insinuantes cabriolas en medio de un tapiz multicolor. Apostado tras un matorral y subyugado por aquellas poses tan cautivadoras, el cazador, asumiendo el papel de improvisado voyeur olvidó casi por completo la querencia de su arco. La incidencia oblicua de los rayos solares prolongaba en dramáticas sombras las evoluciones de la gacela. Mientras contemplaba extasiado aquella magnética escena, el cazador se removió en su puesto de observación, provocando un crepitar de ramas que resonó en la quietud del bosque. Sintiéndose sorprendida en su grácil danza, la gacela miró en derredor y oteando la amenaza adoptó una actitud huidiza. A punto de perder su sombra inició un vigoroso trote que excitó el instinto del cazador. Viéndola a tiro, tensó el arco, apuntó a su silueta evanescente y conteniendo la respiración disparó. La flecha se incrustó en el ocaso. Sobre la hojarasca solo quedó un remolino de hojas secas.



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Escrito por Javier Igarreta para ENTC - Propuesta: Paisajes y escenarios




miércoles, 18 de noviembre de 2020

Oficio de tinieblas

Mientras la luz agónica del atardecer acariciaba los diablillos de los capiteles, la voz de barítono del lector hebdomadario resonó nítidamente en la penumbra del claustro, formando un acorde perfecto con la luminosa espiritualidad del mensaje bíblico: “Et verbum caro factum est”.  El profundo significado del texto se hizo carne en las papilas gustativas del hermano Junípero que, poco dado a las epifanías místicas, no pudo evitar un atisbo de placer. No era la primera vez que el humilde lego se debatía en esa ambigua frontera entre el sentir y el consentir y aún tuvo que enmascarar, entre forzados carraspeos, la rebelión de sus tripas carentes de prejuicios y poco dispuestas al ayuno. Pero el abad Lautaro, de vista precaria pero fino de oído, siempre permanecía vigilante a las debilidades de su grey. Cuando en el ritual del besamanos tuvo al hermano Junípero a su merced, escondió un pellizco en el abrazo, reconviniéndole con aquella voz tan sibilante como sibilina: “Ay fray Junípero, fray Junípero, procure ocultar sus remordimientos de conciencia”. Y le miró fijamente desde el fondo de sus ojos glaucos.




Relato seleccionado para ser publicado en el libro de ENTC 2020



La sombra de un destello

Cuando terminó de recortar las últimas estrellas, Clara cerró la puerta de la escuela y salió. El camino hasta su casa estaba salpicado de desvencijadas farolas, cuyos tímidos haces de luz apenas lograban restar oscuridad a la noche.

Clara andaba presurosa, intentando centrar sus pensamientos en las tareas a realizar en clase para ultimar el festival de Navidad. Desde que llegó de la ciudad, una sensación de desasosiego se había adueñado de ella. Le estaba costando habituarse al clima adverso del lugar y al carácter sombrío y distante de aquellas gentes. Hasta las miradas de los niños, que no alcanzaban la veintena, adolecían de ese brillo que imprime la alegría cuando preside la infancia.
La casa cedida a la maestra estaba en el ejido del pueblo. Cuando la alcanzó, un destello inesperado iluminó la puerta y su mano en el momento justo que introducía la llave en la cerradura. Se volvió todo lo rápida que le permitió el miedo, pero sus ojos inmensamente abiertos tan solo percibieron la noche cerrada.
Al día siguiente, Elea, la alumna más joven de la clase, sorprendió a la docente diciéndole: “Clara, ¿tú también te irás sin despedirte?”.



lunes, 28 de septiembre de 2020

Celebración

Aurora ha vuelto a casa. Tras la puerta, habitando el pasillo, le esperaba el reloj de péndulo heredado de sus padres, que como fiel vasallo del tiempo ha seguido marcando las horas. Escuchar de nuevo su monótono tictac es para ella, profesora de música jubilada, la más excelsa de las melodías.

Acodada en la ventana, rememora los últimos momentos en el hospital, y aún resuena en sus oídos el efusivo y acompasado aplauso que a modo de despedida le dedicaron los abnegados sanitarios de la planta. ¿Qué obra musical logrará hacerle revivir una emoción semejante? Tal vez sea la ovación más larga que ha recibido nunca; aunque tampoco se había enfrentado hasta ahora a una partitura tan compleja. Su cuerpo arrugado y encogido, cual baqueteado violín, es todavía capaz de ofrecer afinadas notas de vida.

Aurora levanta la tapa de su viejo piano. Acomoda sus nudosos y trémulos dedos en las teclas que han permanecido calladas en su ausencia. Con los ojos cerrados ejecuta, exultante, la Novena Sinfonía de Beethoven. Así celebrará cada nuevo día durante años.

Una mañana, un estridente e incesante sonido sobresalta a los vecinos. El piano grita bajo el peso inerte de Aurora.


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Escrito por Juana Mº Igarreta para Esta Noche Te Cuento. Tema: La música

viernes, 25 de septiembre de 2020

Música de fondo

Al padre de Klaus, tan exacerbado en su melomanía como en otros asuntos menos defendibles, le hubiera gustado tener a su hijo de su lado. Klaus, duro de oído y poco amigo de los cantos de sirena, nunca llegaría a comulgar con sus ideas. Excepto con aquel empeño suyo de que escuchara el rumor del bosque y el latido de la tierra. La música de la naturaleza, que decía él.

A Klaus, la tragedia le pilló fuera. Intentó mantener una calculada tibieza, pero finalmente tuvo que asumir su cuota de riesgo. Entretanto, su padre, tras cumplir celosamente con su deber, había muerto solo. Bueno, con su inseparable Wagner.

Klaus se estableció de nuevo en el pueblo para ordenar su vida. Volvió al viejo robledal y encontró la clave para sus enigmáticas tallas, aquella musicalidad que tanto alabaría la crítica. Hasta pudo esculpir en aquella roca del alto, un sueño acariciado casi desde niño. En realidad, un secreto homenaje a su padre.

A veces, se acerca con pena hasta su deteriorada escultura. Cada cual ve lo que proyecta, aunque muchos se encogen de hombros. Klaus mira lloroso, intentando descubrir entre los graffitis, su “Cabalgata de las Walkirias”.




 Imagenhttp://asatrucatalunya.org/escultura-de-la-cabalgata-de-las-walkirias-el-palau-de-la-musica/



Escrito por Javier Igarreta para ENTC - Propuesta: la música




viernes, 31 de julio de 2020

Capturas

Apenas cumplidos los dieciocho, y como impulsada por la fuerza de un potente resorte, Araceli cruza las puertas de la estación y elige el tren que promete alejarla más de su lugar de procedencia.
Al llegar a su destino, una ciudad gris aparece ante sus ojos, pero a ella se le antoja particularmente luminosa. Sus zapatos, ensanchados y rebosantes de pasos inciertos, bailan en sus pies hundiéndose en la hojarasca como los dedos inquietos de un niño en un pastel de hojaldre.
Deambulando ensimismada por paseos y calles, recuerda con memoria fotográfica cada rincón del orfanato que la ha visto crecer. Antes de abandonarlo no ha dudado en pulsar el disparador de su cámara Canon ante el retrato del director que preside la recepción del edificio. El ostentoso marco dorado que lo circunda chirría sobre el desconchado de la pared, pero no tanto como contrasta el brillo de la mirada capturada en esa fotografía con la densa sombra que se agazapa tras ella. Araceli sabe que, esta vez, su testimonio cuenta con algo más que palabras.


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lunes, 15 de junio de 2020

Encerrado en sí mismo.


El comienzo del estado de alarma le pilló de paso en aquel viejo caserón, una especie de chaflán de la historia, propiedad de su familia desde tiempo inmemorial. Último vestigio del antiguo barrio de los plateros, se mantuvo en pie tras los bombardeos de la última guerra.
Albert nunca imaginó que el confinamiento duraría tanto y decidió quedarse en aquel refugio. Pese a no ser un lugar excesivamente confortable, algo le impulsó a permanecer allí, tal vez una inconsciente necesidad de encontrarse a sí mismo. Tras franquear la  puerta de la casa, quedó  paralizado ante el espejo del hall, donde su imagen brillaba por su ausencia. Había oído en cierta ocasión, que los espejos abandonados durante largo tiempo, desarrollan un extraño síndrome y olvidan su razón de ser.
Los primeros días los dedicó al reconocimiento exhaustivo de la casa. Pese al paso del tiempo y al relativo abandono, seguía conservando rasgos de su antiguo empaque. Mientras inspeccionaba las laberínticas habitaciones, escuchaba las noticias. Necesitaba tener una información objetiva de la naturaleza de la pandemia, huyendo de teorías conspirativas.
Poco a poco la realidad se mostró con toda su crudeza. La cosa pintaba mal y la incertidumbre crecía por momentos.
Pese a todo, Albert intentaba permanecer inmune a la psicosis de desabastecimiento. Haciendo gala de higiene mental, realizó un razonable acopio de provisiones, sin asumir en ningún momento el papel de naufrago. No tardó demasiado en acomodarse en una amplia alcoba, auténtico maremagnum de libros, cachivaches y telarañas. Sin duda un lugar ideal para enfrentarse a los fantasmas de la soledad.
Llegó a sentirse agobiado ante el creciente número de muertos y optó por restringir sus consultas al móvil. Casi prescindió de la tele. Aquel hombrecito con cara de profeta  prorrogaba "sine die" el advenimiento de la ansiada curva.
Pero después de cinco semanas, el confinamiento  hizo mella en él. Subirse por las paredes pasó de ser una frase hecha a irrefrenable impulso. Absorto en la rampante hiedra del papel pintado, extravió su mirada allende las molduras barrocas de la destartalada habitación. Entre los desconchones de pintura, aún rezumaba el sarro de antiguos rencores y en los ángulos oscuros el eco amortiguado de palabras fuera de tono. Como guiados por un misterioso hilo conductor, sus ojos fueron saltando de libro en libro con inusitada avidez.
Tras sobrevolar la metafísica de Heidegger se adentraron por "El camino de Swan", haciéndole perder la noción del tiempo. Con su estado de consciencia, para entonces  bastante precario, fue presa fácil de un inquietante escarabajo que asomaba entre las desvencijadas tablas del suelo, reclamando insistentemente su atención. Solo reducido a su mínima expresión, pudo pasar a través de la estrecha ranura.
Nunca supo cuánto tiempo estuvo en aquel limbo oscuro. De pronto un vertiginoso fenómeno de aceleración le llevó hasta el refugio secreto de la maravillosa "luciérnaga pastelera". En un abrir y cerrar de ojos paso al otro lado del espejo que, recobrada la capacidad de reflexión, dio réplica a su repentina aparición.
Cuando salió a la calle, el sol brillaba en lo alto. La música y los aplausos ya habían enmudecido.
El virus seguirá agazapado en la nueva normalidad, marcada por la distancia. Será el tiempo de las miradas con su infinita gama de matices, mientras las sonrisas permanezcan enclaustradas tras las celosías del miedo. Tal vez tengamos que controlar las emociones y tragarnos el llanto, la humedad deteriora las mascarillas.
Y los besos, ¿qué decir de los besos? La OMS, que ha soportado pandemias con millones de muertos y planta cara a Trump, qué sentido tendría en un mundo sin besos?



viernes, 12 de junio de 2020

Ética versus estética

Todavía recordaba su primera cámara. Una de aquellas de plástico que daban a cambio de cuarenta envoltorios de chocolate. Aquel chocolate terroso de las meriendas. Tras los balbuceos iniciales pasó su sarampión fotográfico entre acontecimientos familiares y el entusiasmo redundante por los paisajes. Largos años de profesión fueron forjando en él una reconocida militancia contra la inercia del olvido. A veces recordaba lo que decía un viejo colega: “Bajo la superficie de la realidad, late la verdad íntima de las cosas”. Le costó tiempo y dinero convencerse de que la cámara solo es una herramienta, lo que importa es la mirada. Pese a una trayectoria salpicada de premios, nunca había sentido que una de sus instantáneas hiciera clic en su ser más profundo.

En su enésimo viaje por África, se vio inmerso en una escaramuza mientras descansaba en una pequeña aldea. Cuando cesó el tiroteo, descubrió a pocos metros la mirada agonizante de una niña destrozada. Subyugado por aquellos ojos, suplicantes a la luz del atardecer, empuñó su Leica y disparó varias veces, encelado con aquella terrible belleza. Solo después comprobó desolado que la niña estaba muerta. La “Foto del año” fue su última foto.


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 IIii

 Escrito por Javier Igarreta para ENTC - Tema la fotografía

 


Tomando medidas

Corrían los años cincuenta cuando Irene dejó el pueblo. Llegó a la ciudad con un costurero y una promesa de futuro en su vientre redondeado. Se instaló en casa de doña Paca, una anciana rica en patrimonio y soledad. El acuerdo fue claro: Irene asistiría a la señora hasta el final de sus días, y a cambio doña Paca ayudaría a la joven a salir adelante.

En poco tiempo Irene inauguró su taller de costura, en el que una mañana se precipitó Lucía, que encontró la luz al ritmo galopante de una máquina Singer. Su cálido cordón umbilical fue sesgado por el frío acero de unas tijeras de modista.

El taller de Irene fue creciendo y Lucía también. Cuando esta volvía del colegio, su madre la requería entre las telas. Pero Lucía, que ya leía a Machado, no hallaba dedal a su medida, y prefería aprender la métrica de los versos. Doña Paca, agazapada tras los generosos pliegues de sus párpados, escuchaba el impacto de objetos contra el suelo.

Cuando murió la señora, Lucía le dedicó un sentido poema de agradecimiento. De los sorprendidos ojos de Irene, todavía húmedos por la pérdida, surgieron nuevas lágrimas. Ahora, de comprensión.


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Amelia y Luisi

Todo empezó con un costurero que le dejaron los Reyes en casa de la abuela Paca. Abrir aquel canastillo de mimbre, con sus hilos de colores, fue para Amelia el descubrimiento de un mundo de fantásticas posibilidades. Algo tuvo que ver su primo “Luisi”, compañero inseparable de juegos. Ambos compartían idéntica pasión por las muñecas y Amelia cosía primorosas ropitas con cualquier trapo que caía en sus manos. Luisi le dejaba hacer sin poder apartar la vista. De vez en cuando intercambiaban miradas de complicidad. Llegó un momento en que se olvidaron de las muñecas. Extenuadas y maltrechas quedaron en el armario del desván. Allí encontraron ropas viejas para seguir con sus juegos. Luisi siempre accedía gustoso ante la desbordante creatividad de Amelia.

Dicen que el tiempo pone a cada uno en su sitio. Amelia llegó hasta lo más alto de las pasarelas. Luisi nunca tuvo claro cuál era su lugar y volvió a la casa vieja. Allá estaba el armario. Se acercó con un nudo en la garganta. Adentro encontró una cuerda. Le pareció algo tan obvio que se acordó de Amelia. Siempre tiraba de la cuerda para encontrar cordura.


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miércoles, 20 de mayo de 2020

Intramuros

En un lugar recoleto de sus amplias mangas, pellizcaba con saña sus manos trémulas, autoimpuesta penitencia por sus sentimientos inconfesables. Era el tiempo de oración y el abad Segismundo miró suplicante al enorme Cristo que desde lo alto, le otorgaba el perdón con su muda aquiescencia. Segismundo, fervoroso en sus plegarias y desafinado en el canto, intentaba ahuyentar la tentación, pero su propósito perdió fuelle ante la mirada de aquel novicio que unos bancos más allá sonreía ambiguamente. Ya en la soledad de su celda, el abad se ciñó con rabia el cilicio, consciente de que el maligno todavía estaba allí.

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Cajas que cuentan

Bajo el cristal biselado de la mesita del salón, guarda Clara un nutrido número de cajitas que conforman un paisaje variopinto de recuerdos y emociones.


Abriendo el estuche nacarado rebosante de cromos multicolores, las manos infantiles de sus hijas, volteándolos incesantemente, surgen ante sus ojos.

Varias cajitas esconden conchas y caracolas de diferentes playas. Saben a sol con sal. Saben de mar y amor.

En el joyero duermen dos anillos. El de plata se lo regaló su primer novio al cumplir ella los quince. Se le quedó pequeño muy pronto al comprobar que el amor todavía le venía grande. Pero Clara aún se estremece recordando aquellos tímidos besos recién estrenados. El de oro es la alianza de casada de su madre. Su padre, al que Clara no conoció, llevaba puesta la suya la tarde que se marchó.

Un cofre de alabastro ha venido a engrosar la colección de Clara. En su interior brilla una llave de latón, pero el baúl que abre quedó arrumbado en el desván de la vieja casa materna, ahora propiedad de un conocido escritor. Su novela “Amor prohibido” hará las delicias de Clara, ajena a la fuente que la inspiró.


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Escrito por Juana Igarreta para ENTC - Propuesta: El coleccionismo


lunes, 18 de mayo de 2020

Lugares de paso

En un lugar tan fuera de lugar, nunca pensó que habría lugar a dudas. Durante un tiempo no le cupo la menor duda, hasta que una duda razonable puso las cosas en su lugar. Precisamente allí donde cayó el meteorito que acabó con los grandes saurios. Pero era un lugar común, que sobrevivió a su lógica aplastante y todavía estaba allí.



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Palabras no dichas


En cada recoveco de la desvencijada casa duermen sus recuerdos. Y cuando despiertan, son flechas certeras que hostigan su cansado corazón. El carcomido suelo exhala roncos crujidos bajo sus trémulos pasos. Los parcheados cristales de las ventanas gotean turbios rayos de sol, suficientes para que sus ojos vidriosos imaginen verla pasar, y preguntarse cómo su lengua, avezada en discursos grandilocuentes, fue incapaz de estrenarse en esas dos sencillas palabras durante el tiempo que compartieron juntos. La vida, pletórica de su luminosidad en otro tiempo, hoy sufre su ausencia en un escenario de telón caído y definitivamente cerrado.
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Ausencia

En aquel concurso de microrrelatos el tema a tratar era la ausencia. Mientras pensaba, se afanó en la limpieza de la casa deshaciéndose de incontables recuerdos olvidados. Se sorprendió encontrando el encanto del vacío en cada uno de los rincones, y quedó prendado de la desnudez de paredes y estanterías.
A escasos minutos de las doce de la noche del día que expiraba el plazo del concurso, el dedo corazón de su mano derecha presionó el botón de “enviar”. Nunca hubiera sospechado que con una página en blanco podría expresar su sentir, dar un tema por cerrado.


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Escrito por Juana Igarreta para ENTC - Entcerrado Extra

miércoles, 1 de abril de 2020

Para cuando tenga tiempo

Aquel día vino el agente del Círculo de Lectores y una vez más le pilló sin rellenar el pedido. Mientras buscaba la revista, miró de soslayo su nutrida biblioteca y de pronto le asaltó el pensamiento de que tal vez ya iba siendo hora de frenar su afán acumulativo. Las estanterías crujían bajo el peso de las lecturas aplazadas “ad calendas graecas” y más de un libro asomaba el lomo, ofreciendo sus páginas a la insidiosa curiosidad de las arañas. Y es que aparte del Círculo, él siempre fue un asiduo merodeador de librerías y rara vez salía de vacío, ya fuera por el autor, por el tema, o por razones más extravagantes. Tampoco sería justo pasar por alto su atracción fetichista por los libros. Ahora que tenía ante sus ojos apenas una pequeña parte de ellos, creyó sentir su acuciante reclamo. Quizás sabedores como él de que el tiempo invertido hasta tener tiempo, casi siempre se recupera a destiempo. Además ya no estaba su amigo “Mochales”, recientemente muerto a causa del amianto y lector empedernido de sus libros. Jamás olvidaría sus resúmenes, tan sesudos como atinados. Gracias a él podía presumir de leído.



Subyugada

Observo frente al espejo cómo las estilizadas manos de Laura, la peluquera, se mueven vertiginosas sobre mi cabeza; manejando con destreza la brocha, reparte el tinte sobre las níveas raíces de mi pelo, que tras la conjunción de química y espera volverán a lucir oscuras. Ritual al que me presto una vez al mes, en un intento ilusorio de escapar al paso del tiempo.



Laura, de figura generosa en curvas y rostro dibujado en suaves y proporcionadas facciones, es sumamente atractiva. La contemplo y rememoro la confesión que esta me hizo en una ocasión anterior. De cómo su agraciada imagen hacía en algunos hombres trocar amor en posesión, hasta el punto que tuvo que abandonar Toledo, su bonita ciudad natal, para escapar de su última relación: un apuesto comercial que, con sus esmeradas artes amatorias y seductor discurso, la tenía totalmente subyugada.

De pronto, un repartidor irrumpe en el salón de belleza y, una vez confirmados nombre y apellidos, entrega un paquete a Laura. Esta, sorprendida y deshaciéndose de los guantes, lo abre ante mis ojos.

Al hallar el precioso anillo, trabajado en fino arte damasquinado, la hermosa cara de Laura palidece por momentos.



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Entre lo horrible y lo sublime

Nunca se sintió especialmente atraído por la pujanza de los verdes primaverales, ni tampoco por la blanca y estática placidez invernal. Lo suyo, lo que de veras le ponía al borde de la experiencia mística, eran atardeceres como el de aquel día, uno de los últimos del tórrido verano, con el sol lamiendo con su lengua ígnea el alma decadente de la floresta, en un climax visual de rojos, amarillos y ocres. Absorto como estaba en aquel trance, no se dio cuenta del pequeño fuego que iba tomando cuerpo cerca de allí.




Pese a que el incendio fue adquiriendo virulencia y abarcando más y más espacio, una irresistible atracción le dejó paralizado y con la mirada clavada en el baile de lenguas de fuego que se extendía ante sus ojos. Ni el cercano crepitar de las llamas, ni el calor sofocante lograron sacarlo de su fatal marasmo.
Cuando por fin fue rescatado, medio quemado y sin vida, aún se pudo ver grabado a fuego su último gesto, a medio camino entre el asombro y el horror, como una patética máscara escapada del infierno de Dante.




El encanto de la Navidad

Cogió el primer tren y tras bajarse en el apeadero, se encaminó hacia la abandonada casa familiar. Allí pasaría la Navidad, evitando el exceso de almíbar. Pero al toparse con la risa cantarina de aquel niño, no supo qué pensar. Sobre todo, cuando a la puerta de la casa vio una mujer negra como el niño que, con precario lenguaje, aseguraba que aquella era la casona de sus antepasados. Siempre hizo oídos sordos a cierto oscuro episodio referente a los Gorengoniz. Pero no pudo hacer lo mismo con aquella antigua nana vasca que sonaba al fondo. ¿En swahili? Decididamente, el encanto de esta Navidad sería distinto.


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