miércoles, 1 de abril de 2020

Entre lo horrible y lo sublime

Nunca se sintió especialmente atraído por la pujanza de los verdes primaverales, ni tampoco por la blanca y estática placidez invernal. Lo suyo, lo que de veras le ponía al borde de la experiencia mística, eran atardeceres como el de aquel día, uno de los últimos del tórrido verano, con el sol lamiendo con su lengua ígnea el alma decadente de la floresta, en un climax visual de rojos, amarillos y ocres. Absorto como estaba en aquel trance, no se dio cuenta del pequeño fuego que iba tomando cuerpo cerca de allí.




Pese a que el incendio fue adquiriendo virulencia y abarcando más y más espacio, una irresistible atracción le dejó paralizado y con la mirada clavada en el baile de lenguas de fuego que se extendía ante sus ojos. Ni el cercano crepitar de las llamas, ni el calor sofocante lograron sacarlo de su fatal marasmo.
Cuando por fin fue rescatado, medio quemado y sin vida, aún se pudo ver grabado a fuego su último gesto, a medio camino entre el asombro y el horror, como una patética máscara escapada del infierno de Dante.




El encanto de la Navidad

Cogió el primer tren y tras bajarse en el apeadero, se encaminó hacia la abandonada casa familiar. Allí pasaría la Navidad, evitando el exceso de almíbar. Pero al toparse con la risa cantarina de aquel niño, no supo qué pensar. Sobre todo, cuando a la puerta de la casa vio una mujer negra como el niño que, con precario lenguaje, aseguraba que aquella era la casona de sus antepasados. Siempre hizo oídos sordos a cierto oscuro episodio referente a los Gorengoniz. Pero no pudo hacer lo mismo con aquella antigua nana vasca que sonaba al fondo. ¿En swahili? Decididamente, el encanto de esta Navidad sería distinto.


Imagen de Internet








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