viernes, 26 de enero de 2018

A las cinco, café con pastas

El sábado que Osman inauguró el restaurante, invitó a los vecinos a tomar café con pastas. Y puntuales acudieron a la cita de las cinco, incluida  doña Remigia, la octogenaria del tercero, a pesar de que “el turco” no era santo de su devoción.

Osman se lo había currado. Él mismo se encargó de elaborar las tarjetas que anunciaban la apertura del local, para luego depositarlas en los correspondientes buzones. Además convenció a Urko, con quien había entablado amistad hacía poco tiempo, para que se vistiera de payaso y amenizara un poco la tarde. Después de la actuación, seguro que serían muchas las monedas tintineando en su sombrero.

Urko fue alternando los números que mejor se le daban. Pero las risas que consiguió arrancar en un principio, al tiempo que la gente le daba la espalda, pronto enmudecieron.

¿Habrían reconocido bajo aquel raído disfraz y aquella voz distorsionada al viejo cerrajero? ¿Sería capaz de retener a los vecinos de Osman el tiempo suficiente para que su “socio” terminara el trabajo puerta a puerta?

Lo sentía por Osman, que era un buen muchacho. Pero ¿un parado de larga duración puede vivir de hacer el payaso?


Fotografía de Thomas Höpker


martes, 23 de enero de 2018

Colores

Nadie reparó en el cielo cuajado de idénticas nubes rojas romboidales. Tampoco vieron que el indigente, que solía dormir entre cartones en los soportales de la plaza, yacía rodeado de un charco de sangre azul.

Aquella tarde se enfrentaban en la ciudad los dos grandes equipos de fútbol del país.



Desamor

Tras amarse hasta lo indecible, se instalaron paulatinamente en inefables silencios, apenas turbados por miradas huidizas y palabras rutinarias. Se olvidaron del roce, desterraron el goce y un mal día despertaron con una pregunta anclada en el fondo de su hastío. No encontraron la respuesta, ni siquiera buscaron la pregunta.




Escrito por Javier Igarreta para 





jueves, 4 de enero de 2018

Bajo el amparo de unas manos invisibles


Cuando Alaia no puede dormir, abre la puerta de su casa con mucho sigilo y sale al jardín. Allí sabe que la esperan sus amigos de la noche. Como ellos pertenecen al mundo de los sueños, durante el día tienen que hacerse las estatuas. Pero una vez que el sol lanza su último bostezo y la luz se desvanece, se desperezan moviéndose alegremente bajo el influjo mágico de las estrellas. La ninfa de la fuente salta de su pedestal y va al encuentro del joven arquero que mora a los pies del sauce. La niña se les une y compiten entre ellos disparando flechas de humo a los agitados búhos que flanquean la puerta de entrada.

Hay momentos en que Alaia deja a sus compañeros de juegos boquiabiertos. La ven caminar con los brazos extendidos y  un pie tras otro,  cual avezada funambulista, sobre la estrecha e interminable barandilla de la terraza, suspendida a varios metros del suelo. Aunque su pequeño cuerpo oscile continuamente asomándose al vacío,  nunca se cae.

Bajo la hiedra, una tinaja de barro guarda las cenizas de su abuela Andrea, a la que no llegó a conocer.

Imagen de Internet
Escrito por Juana Mª Igarreta para ENTC