Cuando
Alaia no puede dormir, abre la puerta de su casa con mucho sigilo y sale al
jardín. Allí sabe que la esperan sus amigos de la noche. Como ellos pertenecen
al mundo de los sueños, durante el día tienen que hacerse las estatuas. Pero una
vez que el sol lanza su último bostezo y la luz se desvanece, se desperezan moviéndose
alegremente bajo el influjo mágico de las estrellas. La ninfa de la fuente salta
de su pedestal y va al encuentro del joven arquero que mora a los pies del
sauce. La niña se les une y compiten entre ellos disparando flechas de humo a
los agitados búhos que flanquean la puerta de entrada.
Hay
momentos en que Alaia deja a sus compañeros de juegos boquiabiertos. La ven
caminar con los brazos extendidos y un
pie tras otro, cual avezada funambulista,
sobre la estrecha e interminable barandilla de la terraza, suspendida a varios
metros del suelo. Aunque su pequeño cuerpo oscile continuamente asomándose al
vacío, nunca se cae.
Bajo la hiedra, una tinaja de barro guarda las cenizas de su abuela Andrea, a la que no llegó a conocer.
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