miércoles, 1 de abril de 2020

Para cuando tenga tiempo

Aquel día vino el agente del Círculo de Lectores y una vez más le pilló sin rellenar el pedido. Mientras buscaba la revista, miró de soslayo su nutrida biblioteca y de pronto le asaltó el pensamiento de que tal vez ya iba siendo hora de frenar su afán acumulativo. Las estanterías crujían bajo el peso de las lecturas aplazadas “ad calendas graecas” y más de un libro asomaba el lomo, ofreciendo sus páginas a la insidiosa curiosidad de las arañas. Y es que aparte del Círculo, él siempre fue un asiduo merodeador de librerías y rara vez salía de vacío, ya fuera por el autor, por el tema, o por razones más extravagantes. Tampoco sería justo pasar por alto su atracción fetichista por los libros. Ahora que tenía ante sus ojos apenas una pequeña parte de ellos, creyó sentir su acuciante reclamo. Quizás sabedores como él de que el tiempo invertido hasta tener tiempo, casi siempre se recupera a destiempo. Además ya no estaba su amigo “Mochales”, recientemente muerto a causa del amianto y lector empedernido de sus libros. Jamás olvidaría sus resúmenes, tan sesudos como atinados. Gracias a él podía presumir de leído.



Subyugada

Observo frente al espejo cómo las estilizadas manos de Laura, la peluquera, se mueven vertiginosas sobre mi cabeza; manejando con destreza la brocha, reparte el tinte sobre las níveas raíces de mi pelo, que tras la conjunción de química y espera volverán a lucir oscuras. Ritual al que me presto una vez al mes, en un intento ilusorio de escapar al paso del tiempo.



Laura, de figura generosa en curvas y rostro dibujado en suaves y proporcionadas facciones, es sumamente atractiva. La contemplo y rememoro la confesión que esta me hizo en una ocasión anterior. De cómo su agraciada imagen hacía en algunos hombres trocar amor en posesión, hasta el punto que tuvo que abandonar Toledo, su bonita ciudad natal, para escapar de su última relación: un apuesto comercial que, con sus esmeradas artes amatorias y seductor discurso, la tenía totalmente subyugada.

De pronto, un repartidor irrumpe en el salón de belleza y, una vez confirmados nombre y apellidos, entrega un paquete a Laura. Esta, sorprendida y deshaciéndose de los guantes, lo abre ante mis ojos.

Al hallar el precioso anillo, trabajado en fino arte damasquinado, la hermosa cara de Laura palidece por momentos.



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Entre lo horrible y lo sublime

Nunca se sintió especialmente atraído por la pujanza de los verdes primaverales, ni tampoco por la blanca y estática placidez invernal. Lo suyo, lo que de veras le ponía al borde de la experiencia mística, eran atardeceres como el de aquel día, uno de los últimos del tórrido verano, con el sol lamiendo con su lengua ígnea el alma decadente de la floresta, en un climax visual de rojos, amarillos y ocres. Absorto como estaba en aquel trance, no se dio cuenta del pequeño fuego que iba tomando cuerpo cerca de allí.




Pese a que el incendio fue adquiriendo virulencia y abarcando más y más espacio, una irresistible atracción le dejó paralizado y con la mirada clavada en el baile de lenguas de fuego que se extendía ante sus ojos. Ni el cercano crepitar de las llamas, ni el calor sofocante lograron sacarlo de su fatal marasmo.
Cuando por fin fue rescatado, medio quemado y sin vida, aún se pudo ver grabado a fuego su último gesto, a medio camino entre el asombro y el horror, como una patética máscara escapada del infierno de Dante.




El encanto de la Navidad

Cogió el primer tren y tras bajarse en el apeadero, se encaminó hacia la abandonada casa familiar. Allí pasaría la Navidad, evitando el exceso de almíbar. Pero al toparse con la risa cantarina de aquel niño, no supo qué pensar. Sobre todo, cuando a la puerta de la casa vio una mujer negra como el niño que, con precario lenguaje, aseguraba que aquella era la casona de sus antepasados. Siempre hizo oídos sordos a cierto oscuro episodio referente a los Gorengoniz. Pero no pudo hacer lo mismo con aquella antigua nana vasca que sonaba al fondo. ¿En swahili? Decididamente, el encanto de esta Navidad sería distinto.


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