sábado, 24 de abril de 2021

Cuestión de clase

El primer recuerdo que Marta guarda de su tía monja lo tiene grabado a fuego. Del hábito negro que la escondía apenas asomaban su cara enmarcada en un óvalo blanco y las manos que agitaba mientras hablaba ante Emilia, madre de la niña. Pocas, pero persuasivas, palabras después la religiosa conseguía su objetivo.

Marta dejó atrás la escuela pública del barrio y pasó a ser alumna de aquel colegio de “chicas bien”. Más lejos de su casa, pero más cerca de Dios.
Hoy todavía le duele haber sentido vergüenza aquel jueves de mayo. Claveles sobre los pupitres y gargantas afinadas para entonar en la capilla “Con flores a María”. Un ceremonial que se repite todas las primaveras como la vuelta de las golondrinas. Pero antes esperan conocer a la Madre Superiora General. Esta llega y, tras el ensayado saludo pertinente, la monja tutora de la clase cruza unas palabras con ella y, sumamente entusiasmada, ordena: “Niñas, las que seáis hijas de médicos, abogados, ingenieros, empresarios… poneos de pie, por favor”. Marta, confusa, visualiza a su padre con el mono de la empresa de limpieza al tiempo que su compañera de pupitre le pregunta: “Marta, ¿tu padre qué es?".

Imagen de Internet

jueves, 22 de abril de 2021

Encrucijada

Tras meditarlo concienzudamente, Eduardo abandonó su carrera, aquel camino que había empezado siendo niño. De pronto se encontraba extrañado en el mundanal ruido, ante un futuro incierto. Ocupaba su tiempo ayudando en casa y a veces visitaba una librería de viejo. Allí trabajaba Laura. Una tarde que le vio afanado entre los montones de libros se acercó para ayudarle. Pillado por sorpresa, Eduardo fue incapaz de articular una excusa coherente y buscó la salida azorado.

Tras varios días fustigándose por su absurda reacción, volvió a la librería esgrimiendo una disculpa excesivamente alambicada.

Olvidado aquel percance su conversación se hizo más fluida, aunque con una clara tendencia a salpimentarla con matices que invitaban a adjudicarle una cierta posición.

Una mañana, Laura pasó casualmente por su barrio y le saludó, tan amable como sorprendida. Eduardo, que barría la acera ante la portería de sus padres, sintió que el suelo se hundía bajo sus pies, mientras se teñía de rojo su incontrolado amago de sonrisa. Aún fue capaz de blandir la escoba como un malabarista, antes de balbucir: “Aquí, ya ves, pasando el rato”. Laura se hizo cargo de la situación y obvió cualquier atisbo de crueldad con un gesto aséptico.


Librería Boulandier (Bilbao) - Imagen de Internet



Escrito por Javier Igarreta para ENTC - Propuesta: La confusión y la vengüenza