lunes, 15 de junio de 2020

Encerrado en sí mismo.


El comienzo del estado de alarma le pilló de paso en aquel viejo caserón, una especie de chaflán de la historia, propiedad de su familia desde tiempo inmemorial. Último vestigio del antiguo barrio de los plateros, se mantuvo en pie tras los bombardeos de la última guerra.
Albert nunca imaginó que el confinamiento duraría tanto y decidió quedarse en aquel refugio. Pese a no ser un lugar excesivamente confortable, algo le impulsó a permanecer allí, tal vez una inconsciente necesidad de encontrarse a sí mismo. Tras franquear la  puerta de la casa, quedó  paralizado ante el espejo del hall, donde su imagen brillaba por su ausencia. Había oído en cierta ocasión, que los espejos abandonados durante largo tiempo, desarrollan un extraño síndrome y olvidan su razón de ser.
Los primeros días los dedicó al reconocimiento exhaustivo de la casa. Pese al paso del tiempo y al relativo abandono, seguía conservando rasgos de su antiguo empaque. Mientras inspeccionaba las laberínticas habitaciones, escuchaba las noticias. Necesitaba tener una información objetiva de la naturaleza de la pandemia, huyendo de teorías conspirativas.
Poco a poco la realidad se mostró con toda su crudeza. La cosa pintaba mal y la incertidumbre crecía por momentos.
Pese a todo, Albert intentaba permanecer inmune a la psicosis de desabastecimiento. Haciendo gala de higiene mental, realizó un razonable acopio de provisiones, sin asumir en ningún momento el papel de naufrago. No tardó demasiado en acomodarse en una amplia alcoba, auténtico maremagnum de libros, cachivaches y telarañas. Sin duda un lugar ideal para enfrentarse a los fantasmas de la soledad.
Llegó a sentirse agobiado ante el creciente número de muertos y optó por restringir sus consultas al móvil. Casi prescindió de la tele. Aquel hombrecito con cara de profeta  prorrogaba "sine die" el advenimiento de la ansiada curva.
Pero después de cinco semanas, el confinamiento  hizo mella en él. Subirse por las paredes pasó de ser una frase hecha a irrefrenable impulso. Absorto en la rampante hiedra del papel pintado, extravió su mirada allende las molduras barrocas de la destartalada habitación. Entre los desconchones de pintura, aún rezumaba el sarro de antiguos rencores y en los ángulos oscuros el eco amortiguado de palabras fuera de tono. Como guiados por un misterioso hilo conductor, sus ojos fueron saltando de libro en libro con inusitada avidez.
Tras sobrevolar la metafísica de Heidegger se adentraron por "El camino de Swan", haciéndole perder la noción del tiempo. Con su estado de consciencia, para entonces  bastante precario, fue presa fácil de un inquietante escarabajo que asomaba entre las desvencijadas tablas del suelo, reclamando insistentemente su atención. Solo reducido a su mínima expresión, pudo pasar a través de la estrecha ranura.
Nunca supo cuánto tiempo estuvo en aquel limbo oscuro. De pronto un vertiginoso fenómeno de aceleración le llevó hasta el refugio secreto de la maravillosa "luciérnaga pastelera". En un abrir y cerrar de ojos paso al otro lado del espejo que, recobrada la capacidad de reflexión, dio réplica a su repentina aparición.
Cuando salió a la calle, el sol brillaba en lo alto. La música y los aplausos ya habían enmudecido.
El virus seguirá agazapado en la nueva normalidad, marcada por la distancia. Será el tiempo de las miradas con su infinita gama de matices, mientras las sonrisas permanezcan enclaustradas tras las celosías del miedo. Tal vez tengamos que controlar las emociones y tragarnos el llanto, la humedad deteriora las mascarillas.
Y los besos, ¿qué decir de los besos? La OMS, que ha soportado pandemias con millones de muertos y planta cara a Trump, qué sentido tendría en un mundo sin besos?



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