miércoles, 20 de mayo de 2020

Intramuros

En un lugar recoleto de sus amplias mangas, pellizcaba con saña sus manos trémulas, autoimpuesta penitencia por sus sentimientos inconfesables. Era el tiempo de oración y el abad Segismundo miró suplicante al enorme Cristo que desde lo alto, le otorgaba el perdón con su muda aquiescencia. Segismundo, fervoroso en sus plegarias y desafinado en el canto, intentaba ahuyentar la tentación, pero su propósito perdió fuelle ante la mirada de aquel novicio que unos bancos más allá sonreía ambiguamente. Ya en la soledad de su celda, el abad se ciñó con rabia el cilicio, consciente de que el maligno todavía estaba allí.

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