La estancia entre los brazos de
su madre fue muy breve, tan efímera como el agua en una cesta. No hubo tiempo
para que sus inmaduras retinas conservaran su imagen. Por más que pregunta, nadie le cuenta nada de ella, así que cada día
se la inventa. Mientras los otros niños del sempiterno campamento juegan a la guerra con proyectiles
de lodo, él pasa las horas tirado junto a su tienda; sus ojos migran de rostro
en rostro, escudriñando a todas las mujeres que deambulan cerca. Su corazón no
se resigna a esa misteriosa orfandad que le toca vivir. Tal vez, cuando se abra
la barrera y puedan pisar la tierra que les tienen prometida, la voz que no logra
recordar lo llame por su nombre y lo acoja, de nuevo, en su cálido regazo.
Imagen de Internet |
Precioso y emotivo relato, Juana. Enhorabuena. Besos
ResponderEliminarMil gracias por tu visita y generosas palabras, Pilar. Besos también para ti.
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