El “tío
Julián” era el médico del reloj. Cuando en invierno al reloj de la iglesia le
afectaba la humedad constipando el ritmo de las horas, él subía presuroso a la
torre. Accedía a la pequeña estancia desde la que el reloj gobernaba el tiempo
e iniciaba un minucioso ritual de inspección, escudriñando con vivarachos ojos
y hábiles manos cada una de sus piezas. Algunos del pueblo, menospreciando su
labor, le preguntaban: “¿Qué haces ahí arriba, Julián, que te pasas las horas
muertas?”; a lo que él solía contestar: “Vigilo el tic-tac del reloj, que es el
corazón del tiempo”.
Pero
realmente al “tío Julián” nadie lo conocía en profundidad. Vivía solo en una de
las últimas casas del pueblo que heredó de un pariente lejano. Hasta su edad
era un misterio. Los más antiguos aseguraban que llegó al pueblo el mismo día
que se estrenó el reloj de la iglesia. Y de eso hacía mucho.
Imagen de Internet |
Una Nochevieja,
faltando apenas unos minutos para las campanadas del Año Nuevo, el reloj
enmudeció. De su blanca esfera, súbitamente ensombrecida, comenzaron a caer
gruesos y oleosos goterones.
Fueron a
buscar al “tío Julián”. Tras la herrumbrosa puerta solo encontraron el tiempo
detenido.
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