Siempre que su padrastro le oscurecía las horas, Elisa, sentada
sobre la tosca arpillera de la zámbala del granero, se impulsaba con tal brío
que sus pies asomaban a la calle a través del alto y sombrío ventanal.
Un día, el columpio regresó vacío de Elisa, pero lleno de
verdad.
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