Sultán era el perro de Maite. Compañero
de juegos y risas, y también paño de lágrimas.
En verano, cuando las tardes rezuman horas luminosas, eran dos en uno. Sincronizaban
silencios en las furtivas incursiones que, con el fin de trepar a los cerezos,
hacían al huerto de los vecinos. Maite,
con aquellas carnosas y sonrosadas bolitas rabudas, improvisaba pendientes que decoraban
sus orejas y las de su amigo, así como largos collares cuyas cuentas acababan
siendo objeto de una apetitosa merienda.
Al oscurecer, la niña contemplaba
cómo los últimos rayos de luz reverberaban sobre el suave pelaje rojizo del
can, adelgazando su silueta hasta hacerla a los ojos casi desaparecer. Ella se
acercaba para acariciar al animal y confirmar que seguía estando allí.
Antes de que la familia se mudara a
un piso de la ciudad, el perro enfermó. Un día, al atardecer, su padre se lo
llevó al campo y regresó sin él. Maite, refugiada en su dolor, escuchó hablar a
sus padres en sollozante susurro: “Ha tenido una buena muerte”. Ella tardó
mucho tiempo en comprender esas palabras. Sí entendió que esta vez el sol se lo
había llevado para siempre.
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