El
puñetero ojo de la cerradura ¿qué tendrá?, se preguntaba la abuela cada vez que observaba
a Pedrito, de rodillas, inmóvil y en silencio, largos ratos tras la puerta de
la entrada.
Cuando Pedrito abandonaba el improvisado observatorio, la abuela, doblando con
dificultad su oronda figura, adecuaba el mejor de sus ojos al propio de la
cerradura; y, día tras día, sólo era capaz de atisbar unos metros de quietud y
soledad en el rellano.
— ¿Qué
es lo que esperas ver, Pedrito?, en el piso de enfrente ya no vive nadie.
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