A primera hora, Bernardo tuvo que dar el callo en un entierro de excesiva pompa para tan efímera circunstancia, pensó emulando la ácida socarronería de Eustaquio, su antecesor en el cargo. Él le había enseñado a relativizar la transcendencia de su oficio. Amén de a liar un cigarro, como si fuese un ritual.
Precisamente hoy se cumplían dos años de su defunción. Qué mejor manera de honrar su memoria que liando un pitillo con aquella actitud suya, casi sacramental.
Al pie de su tumba, Bernardo sacó la picadura y un librillo Abadie, moldeó una hojita entre sus dedos y distribuyó las hebras en el nicho de papel. Después las envolvió con él, ensalivó su borde engomado y selló el canuto. Una vez compactado lo colocó en sus labios y activó el chisquero. Al segundo intento afloró una llamita agonizante, suficiente para cebar el cigarro. La primera calada le llegó al alma. Bernardo retuvo el humo hasta el límite de su capacidad. Cuando sus alveolos pulmonares detectaron la mordida de la nicotina, lo fue expulsando. Voluta a voluta, el humo debió de alcanzar el más allá. En medio del sepulcral silencio se escuchó un lejano carraspeo.
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