Laura veía iluminarse la mirada de
Ernesto, su marido, cada vez que coincidían en el ascensor con la rubia y
exuberante Alejandra, la nueva vecina del quinto.
Ernesto Urbiola, inspector de la
policía científica, no estaba en su mejor momento. Su carácter supersticioso le
había generado una enfermiza obsesión, impidiéndole trabajar los martes y
viernes que cayeran en trece.
Una mañana, Alejandra apareció asfixiada
sobre su cama. Como era martes y trece, Ernesto no quiso saber nada. Ni
siquiera cuando la empleada doméstica, al airear las sábanas, encontró un largo
mechón de pelos rubios en el alféizar de la ventana.
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