Francesca nació en una masía aislada
en el campo. Sus padres, que rebasaban la cuarentena, la miraron desconsolados
al ver que el único vástago con el que la vida les bendecía, después de muchos
intentos fallidos, era una niña.
Francesca creció robusta y feliz
entre abrazos de sol y besos de lluvia. Entregada a las tareas domésticas y las
derivadas de la tierra para el autoabastecimiento de la familia, no pudo ir a
la escuela. Pero su analfabetismo no le impidió engarzar los días con hebras de
esperanza, consciente de que cada semilla sembrada atesoraba un trocito de
futuro. Era una mujer campesina, “bruta” desde la mirada sesgada de la élite
intelectual, pero dueña de una sabiduría intangible heredada de su madre,
también analfabeta.
Tras morir sus padres, la masía y su
vida se envolvieron en silencio y soledad.
Una mañana se acercó a la casa un hombre
ya entrado en años y le ofreció un frasco cerrado que, según sus palabras, contenía
las semillas de una planta de innumerables cualidades terapéuticas. Cuando él
se marchó, Francesca volcó el misterioso recipiente sobre la palma de su mano y,
perpleja, la vio llenarse de cientos de pequeñas letras.
Sabiamente, decidió cultivarlas.
Imagen de Internet |
Hermoso cuento que hace ver el verde de los campos, como la esperanza sembrada de Francesca en letras cultivada. Sabía y natural
ResponderEliminarMil gracias por tus generosas palabras, Piedad. Saludos.
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