Aquella zapatería cambiaba de
dependientas como su escaparate de zapatos. El dueño del comercio, un tipo
orondo de carácter bronco, aprovechaba los tiempos vacíos de clientela para
probarse en la trastienda los últimos modelos recibidos. Como su voluminoso perímetro
abdominal le impedía agacharse, obligaba a la dependienta de turno, entre otras
cosas, a calzarle innumerables pares de zapatos.
Una mañana apareció inerte, caído
de bruces en el suelo del establecimiento, con sus zapatos negros sujetados
entre sí por un único y blanco cordel. Tardaron en descubrir los dos cordones
negros, anudados y ocultos bajo el denso pliegue de su cuello.
Me imagino a Hitchcock observando, con su cámara cinematográfica, desde una ventana en la trastienda...
ResponderEliminarMuchas gracias por leer y comentar. Un saludo
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