Acostumbraba a subir las noches de luna llena a la azotea del
edificio. Silente y sola, presa del influjo del plenilunio, pasaba largos ratos
absorta en aquel otero nocturno. Ella y la luna, la luna y ella, en íntima
comunión con la inmensa esfera plateada. Una noche descubrió, difusa y lejana,
la presencia de otro observador. Ella
percibía vagamente sus escurridizas miradas que, conforme fueron atesorando
lunas, se tornaron firmes y prolongadas. Una vez creyó ver cómo de sus ojos,
que adivinaba grandes y rasgados, emergían sendos haces luminosos que atribuyó
a un caprichoso reflejo de la luna en su cara.
Un día tras otro, durante
las horas de luz, trataba de identificar entre los vecinos de la
comunidad al misterioso compañero de observatorio, sin conseguirlo. Justo la
noche que había decidido resolver el enigma dirigiéndose a él, este no acudió a
la cita con Selene.
Muchas lunas más tarde, apareció posada sobre la azotea una
pequeña cosmonave. Desde su puerta abierta surgía una luz cegadora. Ella
contemplaba la escena paralizada, cuando una fuerza inesperada la impulsó
dentro de la nave, al tiempo que un cuerpo inerte era escupido de la misma.
Cuando creyó comprenderlo todo, ya habían despegado.
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