Micaela, que ya había cumplido los ochenta, pasaba grandes ratos con
expresión meditabunda y nostálgica ante su vasta biblioteca. Ella, que
nunca tuvo hijos, miraba a sus libros con la preocupación que una madre
enferma observa a sus pequeños, pensando en qué sería de aquellos
ejemplares cuando ella faltase. Esos libros a cuya lectura debía tantos
viajes desprovista de maleta y equipaje. Ávida de saberes y sentires,
sus ojos habían deambulado entre los textos como zahoríes en busca de
las fuentes del conocimiento.
El día que Micaela barruntó cercana la muerte pidió a su asistenta que le pintara sus ajados labios de rojo carmín. Seguidamente ordenó que le acercase cada uno de aquellos viejos tomos. Con manos trémulas los fue abriendo uno a uno depositando un fervoroso beso en el interior de sus páginas, al tiempo que decía con voz queda y ojos llorosos “gracias compañero”, en un íntimo acto de gratitud y despedida. Esos libros habían llenado de plenitud su larga vida aferrada a una silla de ruedas.
El amor por los libros... Muy bonito!
ResponderEliminarUn abrazo!
Gracias, Teresa, por leer y comentar. Otro abrazo para ti.
EliminarCuriosa, ingeniosa, solución a la propuesta del mes de ENTC. Un Ex-libris de gratitud y amor. Simpático relato.
ResponderEliminarGracias, Ximens, por tus calificativos al relato y sobre todo por pasarte por aquí. Saludos
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