Bernardo Soares se durmió sin pérdida
de tiempo en busca de Proust. En una librería de viejo, junto al Gran Canal,
encontró a Ulises, desencuadernado tras mil travesías, y a Alonso Quijano, lanza en ristre sobre una
sobada cubierta. Cuando despertó, desasosegado por unas fúnebres campanadas,
Fernando Pessoa estaba allí.
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