miércoles, 19 de octubre de 2016

La analfabeta



Francesca nació en una masía aislada en el campo. Sus padres, que rebasaban la cuarentena, la miraron desconsolados al ver que el único vástago con el que la vida les bendecía, después de muchos intentos fallidos, era una niña.

Francesca creció robusta y feliz entre abrazos de sol y besos de lluvia. Entregada a las tareas domésticas y las derivadas de la tierra para el autoabastecimiento de la familia, no pudo ir a la escuela. Pero su analfabetismo no le impidió engarzar los días con hebras de esperanza, consciente de que cada semilla sembrada atesoraba un trocito de futuro. Era una mujer campesina, “bruta” desde la mirada sesgada de la élite intelectual, pero dueña de una sabiduría intangible heredada de su madre, también analfabeta.

Tras morir sus padres, la masía y su vida se envolvieron en silencio y soledad.

Una mañana se acercó a la casa un hombre ya entrado en años y le ofreció un frasco cerrado que, según sus palabras, contenía las semillas de una planta de innumerables cualidades terapéuticas. Cuando él se marchó, Francesca volcó el misterioso recipiente sobre la palma de su mano y, perpleja, la vio llenarse de cientos de pequeñas letras.

Sabiamente, decidió cultivarlas.

Imagen de Internet




2 comentarios:

  1. Hermoso cuento que hace ver el verde de los campos, como la esperanza sembrada de Francesca en letras cultivada. Sabía y natural

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  2. Mil gracias por tus generosas palabras, Piedad. Saludos.

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