Como si de un ritual se tratase, con los ojos cerrados y el armario abierto, deslizo mis dedos sobre las perchas de la ropa y no tardo en percibir al tacto la que ando buscando: una vieja percha, la más antigua de todas. En su barniz ennegrecido y alterado por el tiempo compruebo, ahora ya con los ojos abiertos, que todavía figura legible la firma de mi padre.
Sobre ella, aparte de colgar siempre una de mis prendas preferidas, penden los incontables recuerdos que, aderezados de nostalgia y afecto, dibujan su imagen una vez más en mi memoria. Rememoro su mirada transparente y azul, sus manos artesanas de la tierra y de las flores, su voz pausada contando las vicisitudes de la existencia de un padre de familia numerosa y, sobre todo, ese aura envolvente e inconfundible que sólo corresponde a los hombres buenos.
Luego dicen que los objetos no hablan. Cuánto puede haber detrás de una percha.
ResponderEliminarUn saludo, Juana.
Sí, los recuerdos viven en las cosas y en los sitios más simples. Así de caprichosa es la memoria. Gracias por tus reiteradas visitas, Ángel. Saludos
EliminarEl recuerdo imborrable del buen hacer, es lo que queda después de la partida.
ResponderEliminarCualquier cosa, por insignificante que sea, nos hace revivir esos buenísimos recuerdos.
Afectuosos saludos.
Así es, como le he comentado a Ángel, a veces las cosas más sencillas nos hacen revivir grandes recuerdos. Gracias por tus palabras, Armando. Saludos afectuosos.
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