Desde algún lugar
lejano llega a mis oídos, envuelto en una ráfaga de viento, el repique de las
campanas de una iglesia y me asaltan los recuerdos, sazonados de nostalgia, que
me remiten al pequeño pueblo donde nací. Aparece ante mis ojos la larga y
empinada escalinata de piedra que conduce al atrio porticado de la iglesia en el que los niños del pueblo, lo mismo en
invierno que en verano, pasábamos las tardes jugando a romper el silencio,
llenando las horas de gritos, risas y de algún ocasional llanto.
Subir al
campanario, el otero más alto del pueblo, era un anhelo difícil de alcanzar
porque estaba reservado solo para los encargados en faenas de altura. Uno de
ellos era mi tío Julián que oficiaba de campanero-relojero. Él solía decir que
las campanas eran las voces de los ángeles y que por eso había que mantenerlas
bien timbradas. Y cuando la iglesia estrenó nuevo reloj, niños y mayores, arremolinados en el atrio en torno
al tío Julián, contemplamos el descenso
del viejo reloj desde el campanario y Julián, mirándolo apenado, dijo: “El tic-tac de su
cansado corazón ya había perdido el compás”. Y, ante el asombro de todos, subió
al campanario y unas lentas y graves campanadas llenaron el aire.
Hermosa estampa, Juana, de un tiempo que por desgracia parece perdido. Yo también tuve un pariente, en concreto, un primo de mi padre, también campanero y relojero. Tu relato me lo ha recordado, igual que esas tardes "jugando a romper el silencio". De verdad que disfruto leyéndote. Un abrazo.
ResponderEliminarVamos siempre pisándonos los talones en los blogs de los compañeros. Aunque ya no esté en Twitter no he olvidado tus letras. Ahora coincidimos por El Cultural pero no sé si te has percatado. Saludos.
EliminarLos que hemos nacido en pueblo tenemos algunos recuerdos de la infancia marcados a fuego. Las campanas y los relojes dan para muchas historias. Gracias, Ángel, por pasarte y por tus amables palabras. Otro abrazo.
EliminarEste relato me ha transportado a un apetecible lugar. ¿Existe? Me encanta el sonido del repique de campanas. Felicidades, Juana. Ando muy perdida sin Twitter y no sabía que había vuelto Félix. Me alegro.
ResponderEliminarBeso!
Hola, Bea: Sí, Oricáin existe, es el pueblo donde nací. Está muy cerca de Pamplona y vuelvo muchas veces a pasear por allí. Aunque viviendo solo estuve los primeros seis años, tengo grabados muchísimos recuerdos.
EliminarRespecto a lo de Félix, pensé en decírtelo, de hecho se lo dije a Enrique Angulo, pero luego recordé que estabas agrupada con él en Facebook y di por hecho que te habrías enterado. Claro, ahora al leerte, he caído en que también te habrías dado de baja, junto al resto de redes sociales. Gracias por pasarte, Bea. Y a ver si nos vemos también en El Fantasma de la G. Besos
Muy emotivo relato que nos ofreces. Los recuerdos de infancia son imborrables y mucho más cuando nos traen vivencias sencillas en su felicidad.
ResponderEliminarAfectuosos saludos y con tu permiso, me quedo a las puertas de tu casa esperando otras gratas aportaciones.
Bienvenido, Armando, a este pequeño rincón de letras.Mil gracias por tu visita y palabras.Vuelve cuando quieras, la puerta está siempre abierta, aunque sea invierno.
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