Desde algún lugar
lejano llega a mis oídos, envuelto en una ráfaga de viento, el repique de las
campanas de una iglesia y me asaltan los recuerdos, sazonados de nostalgia, que
me remiten al pequeño pueblo donde nací. Aparece ante mis ojos la larga y
empinada escalinata de piedra que conduce al atrio porticado de la iglesia en el que los niños del pueblo, lo mismo en
invierno que en verano, pasábamos las tardes jugando a romper el silencio,
llenando las horas de gritos, risas y de algún ocasional llanto.
Subir al
campanario, el otero más alto del pueblo, era un anhelo difícil de alcanzar
porque estaba reservado solo para los encargados en faenas de altura. Uno de
ellos era mi tío Julián que oficiaba de campanero-relojero. Él solía decir que
las campanas eran las voces de los ángeles y que por eso había que mantenerlas
bien timbradas. Y cuando la iglesia estrenó nuevo reloj, niños y mayores, arremolinados en el atrio en torno
al tío Julián, contemplamos el descenso
del viejo reloj desde el campanario y Julián, mirándolo apenado, dijo: “El tic-tac de su
cansado corazón ya había perdido el compás”. Y, ante el asombro de todos, subió
al campanario y unas lentas y graves campanadas llenaron el aire.